jueves, 28 de octubre de 2010

Al César lo que es del César

Vinieron las velas grandes desde lejos, por donde los montes se prenden de luciérnagas y se puede ver el camino si se bordean esas lucecitas que se aparecen y llegar a casa o a la gruta de la Virgen sin miedo a la noche. De ahí salieron las velas, en desorden pero con calma, como marcándole el paso a los muertos del Día de Todos Los Santos que venía pronto. Comenzaron cuatro días antes con las misas y todo Aguas Calientes lo soñó, como si los indios del Wayna bajaran en fila e hicieran la ruta de cuatro días a pie como antes para recibirse a ellos mismos el primero de noviembre. De día nadie lo comentaba en el pueblo, pero se miraban los ojos achinados de reojo, cómplices de las luces indias que marcaban el paso de las horas en el sueño de los originarios de Aguas y sus noches largas como lombrices.
Eran morenos como ellos, tenían los ojos rasgados y la nariz chata como ellos, la misma estirpe que no ha cambiado en siglos que sigue bajando del Wayna con las velas que los españoles dejaron prendidas en sus grutas fantasmas y que ardieron siempre, hasta que la raza en el limbo se levantó para devolverlas a donde pertenecen, a la iglesita de Aguas Calientes. Está claro que los incas no las quieren. Ahí no hay fantasmas de españoles, esos cruzaron en Atlántico y reviven sus infancias en casonas enmohecidas. Pero los indios bajan todas las noches, en la interminable corriente de luz con la justicia que los de Aguas sueñan, a dejar las velas a la iglesia. Todos los años, cuatro días antes del primero de noviembre.

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