viernes, 15 de octubre de 2010

El regalo

Subiendo por los vértices de un acantilado, las olas bajas levantan la bruma fresca, el alba mece la luz entre el viento y el agua y acá pegada en la tierra, respiro sus entrañas liberadas. Subo enterrando las uñas hasta el fondo de la misma carne de mi Pacha, miro al cielo, no tengo miedo. Arriba me siento y bebo de la vista que me tragó. Mi amor se esparce sobre la superficie del agua, llega hasta miles de mares y tierras, lo cubre todo y vuelve  desde el sur. Cierro los ojos, la observo y se hace pájaro que planea entre las paredes de cal de mi tierra y me hago sus plumas para ir con ella. Deja que me vaya, que me esparza y me amase, que se caigan plumas, que sangre el ave, que cierre sus ojos, respire su mar y no olvide jamás el escozor de la sal en las llagas recién abiertas. Que la libertad sea profunda y en la raíz misma de los corazones abiertos, la luz del cielo siempre brille.
Es mi acantilado, una cierta arista cubierta por la bruma, es mi acantilado, es la luz y el eterno azul, es mi amor que salta desde el borde muerto de la risa, son todas esas cosas que de pronto brillan y quedan como fotos viejas en la piel.
Al borde del acantilado las paredes se desmoronan. La luz de la mañana ya clara emerge naranja y fuerte mientas Inti, con su disco de oro fundido, transforma mi oro en suyo. El pájaro ha vuelto. Inti baja sus manos para abrigarme y me piensa. El amor del cielo siempre brillará.

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